POEMAS DE MARÍA ELVIRA LACACI


María Elvira Lacaci nació en el Ferrol, Coruña y falleció en Madrid en 1997. Ganadora del Premio Adonais en 1956, y en 1964 consiguió el Premio de la Crítica de Poesía Castellana.




Árbol enamorado

Se llamaba Dolor
y era un extraño
árbol enamorado sin viscosas resinas de deseos umbríos.

Se llamaba Dolor, Elvira, a veces.
Y era el Norte de Dios.
Pero sus hojas
se desprendían lentas hacia el suelo.

Era un extraño árbol. Sin raíces
ni savia. Aladamente
arrastraba su tronco carcomido
sobre la tierra.

Sobre la tierra que impaciente,
despiadadamente,
empezaba a girarle por las venas.
A gritarle en su giro,
raudo y rojo,
su ineludible puesto. Allí. En la Nada.


      *   *   *   *   *   *

Cine de barrio

Lloraba
sórdidamente por mi leve garganta,
por donde resbalaban
tímidamente las palabras húmedas,
las palabras sin nombre todavía.
Respiraba
con lentitud
forzada, para que mi agonía
no se lanzara presurosa al aire,
porque a mi alrededor
había mucha gente. Estaba
en la deshilvanada y familiar cola
de un pequeño cine de barro: el "Chamberí"
(donde las butacas habían de estar calientes -era de sesión continua-,
donde un vaho maloliente
penetraría
por mis poros
durante más de dos horas,
donde, acaso, una "extraviada " pierna
rozaría la mía
y un taconazo afiladísimo
intentaría hacerle comprender a aquel podrido hueso,
su humana condición
de animal primitivo,
donde...),
y me puse a observarla.
Novios, de los que luego parecería estaban ocupando
una sola butaca.
Niños que, mientras daban puntapiés en el asiento de delante,
irían alfombrando la sala
de cacahuetes o pipas.
Hombres y mujeres de una edad ya madura,
pero infantiles, sencillos, que se reirían estrepitosamente
cuando el protagonista, al resbalar y caerse,
se embadurnara la cara
con una tarta de crema, o llorarían
con idéntica facilidad
ante cualquier lance folletinesco, e irían
alternando las carcajadas y el llanto
con un gran bocadillo de tortilla.

Sí, allí estaban todos
esperando su turno para tomar la entrada.
Contentos, felices con sus pequeñas aspiraciones
satisfechas. Para ellos
aquel rato de cine
vendría a ser
como una continuidad de lo que llevaban dentro.
Como un esparcimiento honesto
tras una jornada de intenso trabajo.
De pronto me miré, me miré hacia dentro y comprendí
que yo allí desentonaba, ya que mi alma,
no estaba acorde con la levedad del momento,
porque lo único
que iba buscando allí
era
una pequeña muerte de dos horas y pico.


                 *   *   *   *   *   *

Con tacones altos

Y yo llevaba un gorro
muy moderno. Parecía
una extraña cazuela.
Unos tacones leves y muy altos.
Un abrigo atrevido.
Unos guantes y un bolso de color avellana.
Los labios y los ojos pintarrajeados.
No debía de ir mal.
Las mujeres
volvían la cabeza
para mirar la hechura del abrigo.
Los hombres...

Pero yo,
bajo la piel y aquella vestidura de comparsa,
llevaba otro ropaje de un tejido muy denso. Era de angustia.
Y añoré
mi pelo suelto, mis zapatos bajos,
mi abrigo deportivo,
mi tez morena, solamente el agua.

Tú me veías, Dios. Y cómo hablamos.
Yo te decía
que estaba muy ridícula con todo aquello.
Tú dijiste que sí.
Y compartiste
el tan amargo leve movimiento
de mis labios oblicuos.


           *  *   *   *   *   *   *

Incienso

Incienso.
Olor que me penetra
rasgando los sentidos.
Y huyo.
Me siento acorralada
por ese olor vivísimo.
Partículas quebradas
de una luz lejanísima
se adentran en mi alma, hoy todo sombra.

Incienso.
Un Dios,
amordazado por la Vida,
intenta liberarse. Inútilmente.

Incienso.
Acaso un día,
al aspirar tu aroma penetrante,
no huya. Arrollándolo todo.
Seguida y perseguida
por un fantasma amado:
El Dios de mi niñez. Que olía a incienso.


          *   *   *   *   *   *   *

La palabra

Yo te quiero sencilla. Acaso pobre.
A veces,
vas a brotarme de organdí vestida (sin querer
me florece el lenguaje de otros seres).
Con amor te desnudo.
Quedas como mi carne.
Como mi corazón y sus latidos.

A menudo,
igual que los pequeños
ante una tienda de juguetería,
pego la cara
a las brillantes lunas
donde se venden las palabras bellas.
Las admiro.
A otros les sientan bien. Si me las colocara…
Las aparto al momento
porque a mí no me sientan.

Y de nuevo voy cogiendo brazados de palabras
entre la hierba fresca
y bajo el cielo.

           *   *   *   *   *   *

La voz

Aquella tarde me dolía el cuerpo.
Era un dolor vulgar
de materia imperfecta que se quiebra.
Aquella gente extraña
con quienes compartía diariamente
el techo, el pan y el agua -claro que les pagaba-,
indiferentemente me observaban.
Y lo sabían, sí, moscardones horribles,
enlutados por alguien que ni habían amado.
Con un zumbido hiriente
bajo sus tan peludas y viscosas alas.
Con ese tornasol que da la envidia
cuando orea las almas.
Con sus antenas rígidas, sin vibración posible,
viviendo para sí.
Con la brutalidad de las piedras intactas. Sin un hoyuelo leve
para mi dolor grave.
                                           Ya en la mesa
sentí avanzar el llanto
impetuosamente desde el corazón.
Era la humillación que se acercaba. No debía de ser.
Sacudí fieramente mi cabeza, la eché atrás erguida
y me puse a comer -¿comer?-, sólo sé que tragaba,
pero no sé si carne, si pescado, si llanto.
Salí de aquella casa maldiciendo. Bueno,
maldecir no sabía, pero dije con furia:
"Yo bailaré una rumba en vuestro vientre
cuando el dolor os nazca con la vida."
-No te asustes, Señor, nunca lo haría;
este pequeño corazón es bobo-.

Con ansiedad de corza perseguida,
asustada y herida, dando saltos y huyendo
me refugié en el hueco de unos brazos.
Buscaba una palabra, una pregunta tierna que cubriera
aquella desnudez que me asolaba.
Pero tampoco allí logré encontrarla. En aquellas arterias
el deseo giraba
vertiginosamente, y no era mi dolor lo que apresaban.
Huí, huí de nuevo. Aquello era peor. Allí yo amaba.
Con mi doble dolor a las espaldas -ahora,
me dolía ya el alma-,
penetré en una iglesia. Dios estaba allí.
Como si lo ignorase
le fui contando quedamente todo.
Él se quedó callado, mudamente callado. Sí, sí, y me había escuchado,
lo sabía, pero nada me dijo.
Nada me preguntó tampoco Él. Su silencio
aumentó mi tormento. Salí a la calle
con un vestido nuevo
de confusión, de niebla, pero a la vez rasgado.
Se veían mis muslos. Contraídos, con sus tendones rígidos,
porque mis pies, por vez primera, sí,
querían pisar fuerte, desgarrar el asfalto
y herirlo, herirlo tanto
cuanto que a mí él me hería
tenazmente.

Las bocinas, los guardias, aquella gente que me avasallaba
para pasar delante -como si hubiera premio
al final de la acera-,
era tremendo y duro.
De pronto,
sentí una voz suave
que reconocí:
"Qué tienes, hija, qué te pasa, dime. "
Madre, dije bajito, y me quedé pegada
al ceniciento asfalto
que mis suelas
venían machacando con ahínco.

Las estridentes voces de un taxista -que tuvo que frenar
para no atropellarme-, me hicieron despertar.
Estaba tan contenta, que hasta le sonreí,
olvidando de pronto sus feroces insultos.
No quise ya esperar el ascensor para tomar el "Metro".
Bajé las escaleras
saltando igual que un niño, de tres en tres. Silbando
una canción ligera, y por la noche
aquellos moscardones enlutados
me parecieron ya casi palomas.

            *   *   *   *   *   *

A la Poesía

Me siento vagabunda de las Letras.
Quiero comer mi pan con el mendigo.
Beber vino de todos.
Tomar el sol
tendida
sobre la hierba húmeda.
Tener una guitarra
con cuerdas de latidos, entregados.
Tocarla por los pueblos.
Que los hombres –de colores distintos–
bailen al son de ella
con sus modales
toscos
y su verdad sencilla
a flor de labio.

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